« No le digas a tu abuela que me viste en Londres sin
sombrero». Con esas palabras se dirigía hace mucho tiempo a Mary Douglas en
Regent Street su tía abuela Ethel. Cuenta la gran antropóloga («La rebelión del
consumidor» en Estilos de pensar ) que la extravagante tía abuela
Ethel, a quien ella admiraba por su buen gusto y originalidad, intentaba no sin
temor escapar de ciertas reglas de etiqueta y consumo.
La mayor parte de las rebeliones del consumidor, dice
Douglas, son simbólicas, son gestos de independencia. Sin embargo, sostiene,
fuera de los mecanismos de censura de la comunidad, existen cepos para atrapar
al desertor.
Por decirlo con el criminólogo Gabriel Tarde, existen
unas leyes de la Imitación, unas epidemias de la imitación. Los grandes
estudiosos del consumo o de la moda (Veblen, Spencer, Tarde, König y, por
supuesto Simmel) siempre han partido en efecto de la imitación a la hora de
explicar el fenómeno de la moda.
En el insuperable texto «Filosofía de la moda», que
apareció en el primer número de Revista de Occidente , Simmel considera
que la imitación, a la que define como «hija del pensamiento y la estupidez»,
«proporciona en el orden práctico la misma peculiar tranquilidad que en el
científico gozamos cuando hemos subsumido un fenómeno bajo un concepto
genérico». La imitación, dice, libera al individuo «del tormento de tener que
elegir». «La moda es imitación de un modelo dado y satisface así la necesidad de
apoyarse en la sociedad; conduce al individuo por el mismo camino que todos
transitan y facilita una pauta general que hace de la conducta de cada uno un
mero ejemplo de una regla. Pero no menos satisface la necesidad de distinguirse,
la tendencia a la diferenciación, a contrastar y destacarse». Con extraordinaria
lucidez vio Simmel la coexistencia, en la moda, de la tendencia a la igualación
social y la tendencia a la diversidad y al contraste individual.
De ahí que Simmel encuentre analogías entre la moda y el
honor, «cuya doble función consiste en trazar un círculo social cerrado y al
mismo tiempo separado de los demás». O con el marco de un cuadro, que
«caracteriza a la obra de arte como un todo unitario, orgánico, que forma un
mundo por sí, y al mismo tiempo, actuando hacia fuera, rompe todas las
vinculaciones con el entorno espacial».
Otra analogía la encontramos en Edmond Goblot, que
aunque no ha gozado de la reputación de Veblen, Tarde o Simmel, escribió en 1925
un librito ya clásico, La barrera y el nivel . Goblot -que utiliza como
concepto fundamental en su obra el de «juicios de valor» y que repite
constantemente en sus trabajos la máxima «pensar es esquematizar»- se ocupa del
burgués en estos términos: «Lo que distingue al burgués es la distinción»,
adelantándose así, por cierto, muchas décadas a Bourdieu (quien por otra parte
no cita a Goblot en La distinción ).
La burguesía, dice Goblot, es una clase que reproduce
constantemente su prestigio, de modo que la «distinción» le sirve para crear una
determinación de nivel (a través de un conjunto de modales y maneras
generadas por la educación) y una barrera simbólica. Por eso la moda
posee para Goblot, junto a otras funciones (higiénica, púdica y estética), la
función distintiva.
Merece la pena atender a algunas consideraciones de este
texto. Por ejemplo, lo que dice de la novedad al hablar de la función
distintiva: «La novedad no puede ser rasgo de clase desde el mismo momento en
que aparece; adoptarla demasiado pronto es individualizarse, hacerse notar,
situarse fuera... La burguesía adopta las modas en cuanto dejan de sorprender.
Al principio lo hace con discreción, moderándolas, suavizándolas. Rápidamente la
novedad se convierte en moda: entonces deja de ser excéntrica para ser
distinguida».
Pero esta situación, afirma, no puede durar demasiado:
cuando la moda ya se ha extendido a toda la clase, la desborda de inmediato; se
la imita fuera de la clase, y a partir de ese momento, deja de distinguir. Al
principio es una barrera , distintiva pero móvil, y también igualitaria
en el nivel .
Cabe aquí recordar una publicación satírica del siglo
XVIII , Perepiska Mody , de N. N. Strachov. Convertida en personaje, la
Moda llega a Rusia desde Francia y se alegra de encontrar rápidamente un terreno
favorable. La Moda no se mezcla con el pueblo, sus dominios son los ambientes
ilustrados y nobles. En seguida escribirá a su amiga la Inconstancia: «Ya hace
un mes que me encuentro en esta tierra de la Imitación .
No puedes imaginar cuántas fiestas me han dado [...]
Haciendo salvedad de unas cuantas personas sagaces, así son la mayoría de los
habitantes de aquí: Yo, la Moda, soy para ellos una especie de divinidad, de
quien todos se quejan pero a quien todos se someten, a quien todos muestran odio
pero que todos idolatran en el fondo de su corazón. Las locuras y cosas extrañas
que invento cada día se convierten en virtudes, distracciones, beatitud. Con mi
poder dispongo que lo que es estúpido sea considerado razonable; lo extraño,
digno de respeto; lo ridículo, sabio; lo sabio, ridículo; lo inconveniente,
conveniente; lo vergonzoso, digno de aplauso; el vicio, virtud y viceversa. Y
ello por la extraordinaria influencia que tengo sobre estas gentes».
Y en 1824 Giacomo Leopardi escribe su tan conocido
«Dialogo della Moda e della Morte», donde aquélla se presenta a Madama Morte
como su hermana, pues ambas son hijas de la Caducidad, y le enumera algunas
obras suyas: «[...] yo persuado y obligo a todos los "uomini gentili" a
soportar cada día mil fatigas y mil desgracias, y con frecuencia dolores y
heridas, y a alguno, a morir gloriosamente por el amor que me profesan».
Por una parte la moda recibe los epítetos de
«caprichosa», «voluble», «extraña», que la caracterizarían como falta de
motivación y ejerciendo un auténtico diktat al que nadie puede escapar.
Por otra, la moda favorecería con su poder implacable la estabilidad, la
inmovilidad, que contradiría la orientación opuesta hacia la novedad, la
extravagancia. Por decirlo con Yuri Lotman ( Cultura y explosión
): la moda se convierte casi en la visible encarnación de la novedad
inmotivada; lo cual, añade, permite interpretarla ya sea como dominio de
caprichos monstruosos, ya sea como esfera de creatividad innovadora.
Por ello sucede que, simultáneamente, la moda tiene que
contener como elemento obligatorio la extravagancia y el público no debe
entenderla, ha de sentirse indignado por ella. En esto, dice Lotman, consiste el
triunfo de la moda, que es un fenómeno de elites y de masas al mismo tiempo. Es
fácil colegir la imposibilidad de no seguir la moda. Hasta el punto de que aquel
que la rechaza, se convierte en alguien perfectamente simétrico al frenético de
la moda o a la fashion victim .
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